domingo, 15 de junio de 2014

Mis hijos me trastornan

Siempre me trastornó el relato del sacrificio de Isaac. Está tan bien escrito. Está tan poco escrito y tan plagado de silencios. Siempre me trastornó el silencio. Sobre todo el de Abraham que lleva a su hijo sin proferir palabras hacia el monte para sacrificarlo. Siempre me trastornaron los sacrificios. No me cierra la paradoja de realizarse en la entrega, o más bien, me cierra en la medida en que sea paradoja y no una entrega por conveniencia. Siempre me trastornó la conveniencia, ese círculo de apropiaciones donde se niega al otro hasta que finalmente uno es el otro apropiado para otro. Siempre me trastornó el otro. Me trastorna. Me saca de mi “me”. Me revuelve todas mis inercias, impulsos, comodidades, seguridades. Mis hijos me trastornan, sobre todo porque no son míos, o sea, no son posesiones, pero son míos, no se muy bien por qué. O más bien, no importa muy bien por qué, pero son mis hijos. No son míos. Son mis hijos. El más paradójico ejemplo de la otredad, ya que siendo parte de mi cuerpo, ya no lo son, aunque lo sigan siendo de modo espectral, en la forma de una huella, en un parecido corporal o gestual o tonal o lagrimal. ¿Cómo se le ocurre a un padre llevar a su hijo a un sacrificio? Solo si no es su hijo, lo puede llevar. ¿Y no se trata de justamente de eso? Siempre pensé que si me tocara a mí, reaccionaría al revés: me sacrificaría yo. Pero Dios no le habla a Isaac sino a Abraham. El problema no es ser hijo sino padre. Para los problemas del hijo hay que esperar al Nuevo Testamento. Claro que ahí el hio se muere y aquí el padre lo mata. No lo mata, dice la voz de mi mamá. Si, madre, lo mata aunque no muera. Pero mi hijo me apaga la computadora obsesionado con esa luz roja que titila. ¡Teo!, le grito. Le puso de nombre Dios a su hijo, dice una voz que se ríe (¿la de Dios, celoso?), pero a mí lo único que me importa es que se me borró el archivo y que aunque sea Dios o mi hijo o la vida que utilizó mi cuerpo para reproducirse, en este único y especial momento, solo quiero pegarle el grito más furioso de la historia, pero no puedo. No puedo. Todo al final de cuenta se trata de poder. Ni de amor, ni de miedo ni de fe, sino de poder. De los límites al poder (y a otra de mis hijas le puse María, la madre de Dios. ¡Tomá!), ya que lo que trastorna es lo que no se puede. Esa es nuestra única tragedia: ser concientes que no lo podemos todo. Si hasta creamos una metáfora de la omnipotencia para consolarnos, copiarla y matarla. Mis hijos me han reconciliado con mis impotencias. No volví a prender la máquina y me fui a jugar con Teo a los autitos. La ética siempre es previa. Todo lo demás es justificativo.

publicado en Reviste Elle