sábado, 10 de septiembre de 2011

Eclipse de Dios

Hay algo en la metáfora del eclipse de Dios que hace ruido. Como si se tratase de otro tiempo, como si se hablase en otro idioma. Una metáfora que busca un alerta para un peligro de otra naturaleza. Hablar de un eclipse de Dios supone aceptar que Dios siga siendo el mismo, que las religiones sigan siendo idénticas, que la espiritualidad no haya cambiado. ¿Pero es así? Sobre todo supone comprender el desarrollo de la cultura moderna con todas sus problemáticas, aciertos y perplejidades, solamente a partir de la retirada y ausencia de Dios, o en todo caso de la falta de representatividad de sus instituciones terrenales. La secularización de la vida moderna se habría ido conformando de la totalidad de manifestaciones emergentes por oposición al discurso religioso, y por eso parecería que ausente Dios, para Benedicto XVI, todo es lo mismo: el pragmatismo, el totalitarismo, el utilitarismo, el cientificismo o el consumismo. Una metáfora funciona o no funciona en la medida en que nos abre la percepción y nos permite pensarnos mejor a nosotros mismos. ¿Nos resulta interesante, productiva, pedagógica, iluminadora la metáfora del eclipse de Dios para pensar mejor la condición del hombre contemporáneo? Para Benedicto XVI, los males de principios de siglo parecen explicarse unilateralmente por el “verdadero rechazo al cristianismo” de nuestra juventud y por la “amnesia” de la gente que olvida a Dios y a sus normas. Y sin embargo los mismos argumentos pueden leerse a la inversa: ¿es este eclipse de Dios provocado por el hombre o provocado por el mismo Dios? O dicho de otra manera, ¿cuánto hicieron las religiones institucionales para que la gente dejara de creer?
Tal vez desde una línea más nietzscheana, podríamos decir que con el eclipse de Dios, en realidad el hombre volvió a creer. Se ha eclipsado más bien la aceptación obsecuente de ciertas dogmáticas comunes a la mayoría de las instituciones religiosas, mientras que hoy se buscan formatos de religiosidad más libres, más sensibles, más abiertos, más inciertos. Instituciones religiosas que se asientan en metáforas excluyentes, amparadas en una metafísica natural que insiste en relacionar lo religioso con lo verdadero. La verdad no es una cuestión religiosa, sino que justamente lo religioso se inicia más allá de la verdad, una vez que la ciencia acepta sus propias limitaciones. No lo sabemos ni lo sabremos todo y sin embargo nos seguimos preguntando. ¿Aceptar que el hombre es en definitiva alguien que hace del sentido de su existencia una búsqueda, es propio del creyente o del ateo? Tal vez la metáfora hace ruido porque hoy ya no está tan clara la línea que divide taxativamente al creyente tradicional del ateo clásico.
Lo opuesto a las religiones institucionales no es el pragmatismo y el consumismo desenfrenado. No es cierto que el eclipse de Dios genera una suerte de vacío existencial que conduce necesariamente al shopping o a la manipulación genética. El problema siempre ha sido el mismo: la violencia de los dogmas. Tal vez no se trate de amnesia sino de recordar una vez más lo que las normas rígidas y el literalismo metafísico muchas veces olvidan: lo humano es antes que nada una pregunta abierta.

Publicado en Clarín, Agosto de 2011

Sobre Camila

En su texto Bios, Roberto Espósito relata el caso de Nicolas Perruche, un niño afectado por lesiones congénitas que demanda judicialmente al médico que no le había diagnosticado a su madre una rubeola durante el embarazo. De haberlo sabido, la madre lo hubiera abortado. Nicolás demanda al médico su derecho a no nacer. Camila Sánchez nació con un paro cardiorespiratorio. Los médicos la reanimaron, aunque el daño irreversible la condujo a un estado vegetativo sin retorno. Su madre pide por una muerte digna.
En uno y otro caso, se juega lo mismo: vivimos tiempos donde las nuevas tecnologías han trasformado nuestros tradicionales criterios de definición de lo humano. Hoy lo humano ya no puedo seguir pensándose con las categorías de épocas donde no existía ni el torno odontológico ni el celular, por no decir de épocas donde ni siquiera existía la electricidad. La técnica modifica al hombre y el hombre modifica a la técnica. Esta interacción en constante transformación, exige un acompañamiento de otras esferas culturales, en especial la jurídica, y por supuesto la ética e incluso la religiosa. Ya no se puede pensar ni legislar sobre la vida y la muerte como si la tecnología fuese un mero agregado accidental que el hombre utiliza sin afectar nuestra naturaleza. Las metáforas cambian y su ordenamiento se modifica. Cuando dentro de muy poco tiempo, comencemos a convivir con los primeros humanos clonados, la misma idea de derechos humanos deberá revisarse. Hoy muchos ponen el grito en el cielo en contra del aborto, pero no verían con desagrado el usufructo de los órganos de seres clonados para salvar sus propias vidas. Las nociones de alma, infierno, la misma idea de Dios, los milagros de los relatos tradicionales se vuelven difíciles de sostener con el avance de la ciencia, aunque eso no significa que no haya que inventar nuevas metáforas para nuestros problemas existenciales. Pero la tecnología no es un monstruo autómata que decide por si sola. La tecnología es un producto humano que genera un tipo de humano posible. El término griego pharmakon significa al mismo tiempo remedio y veneno. Resulta interesante analizar en los casos de Nicolás y de Camila cuál perspectiva imperó más.
El caso Perruce pone en evidencia nuestra época biopolítica. El umbral que define quién es un sujeto de derecho cambia incesantemente. El caso Camila muestra del mismo modo el vacío legal sobre una temática límite: nuestras leyes, pero también nuestra ética y nuestra religión siguen pensando la idea de persona desvinculada de los cambios históricos y materiales, como si existiera una esencia de lo humano que se mantuviera incólume, más allá de las contingencias que lo afectan. Lo humano muta y con nosotros cambian también nuestras intuiciones sobre la vida y la muerte. Hoy las contingencias marcan que no se trata de pensar el caso en sí, y a todo o nada: matamos o no matamos una vida. Esta forma reduccionista de tratar el caso, que aparece también en las discusiones sobre la despenalización del aborto, supone escindir una vida de su contexto constitutivo. No existe la vida sino en contexto, como no existe nada sino en contexto. No hay derechos aislados, como sostiene Juan Carlos Tealdi, sino siempre en relación a otros derechos. Camila no es sola ni nunca va a ser sola. Nadie es solo, y mucho menos Camila.
Ahora bien, la pregunta ética dice: ¿se puede terminar con una vida? Pero de nuevo la cuestión, ¿qué es una vida? A veces se tiene la impresión que así como no hay todavía una legislación acorde a estos nuevos casos límite, tampoco hay un desarrollo de la ética que los interpele. La modernidad del tema genera también la animadversión de los sectores m£s conservadores. Todo es lo mismo para ellos: eutanasia, muerte digna, aborto, drogas, matrimonio igualitario, todo supone algo que se cae, algo que se pierde. La modernidad del tema está en la desestructuración de ciertas categorías que funcionaron como conceptos cerrados. La deconstrucción de la noción de hombre los asusta. Si cae la idea de hombre, se cae la idea de alma. Y si cae la metafísica, se cae un cierto orden que se pretende inmutable. Abrir lo humano genera la conciencia de estar más cerca de los animales que de los ángeles. Pero los ángeles no cuidan a los supuestamente malos. El mismo ímpetu con el que se niega el derecho a una muerte digna no se presenta cuando hay que defender el derecho a no morirse de hambre...

Publicado en Revista Noticias, Agosto del 2011